sábado, 17 de diciembre de 2011

La Socieda de la Luna de Fuego - Capítulo 1


PRIMER CAPÍTULO
“El forastero de los ojos jade”

Mirarse en un trozo de espejo de tres por cinco siempre fue un chiste para Nara;  para poder peinarse debía mover el objeto de un lado para otro, en un intento de verse por completo. Pero cuando consultaba a su padre si podían comprar un nuevo espejo para ella, él sólo respondía:

—La sociedad no lo permite hija.

La Sociedad de la Luna de Fuego, el pequeño grupo de individuos con los que vivía en una comunidad de ochenta personas. Cuyas grandes cabezas controlaban cada movimiento que cualquier habitante hiciese, al punto de castigar todo tipo desobediencia a la sociedad y a sus leyes.

Su padre, un hombre corpulento, de unos cincuenta años, con el cabello cano y unos misteriosos ojos azules, era parte del consejo de la sociedad.

—Apresúrate Nara o llegaremos tarde —La voz de su hermana mayor, Edith, la llamó desde el comedor.

¿Es que no habían llegado tarde ya? ¿Qué acaso la muerte de ella no había sido por su tardanza?.

Se miró nuevamente los ropajes negros, no era como si estuviese vistiendo muy distinto a otros días, pero era eso lo que se usaba en un funeral ¿no?. Su madre la comprendería, ella sabía que no podía vestir distinto por mucho que quisiera honrar su recuerdo.

Se apresuró al comedor sabiendo que pronto llegaría su padre por ellas y si descubría que no estaba vestida se llevaría la peor de las reprimendas.

—Pero tengo veintiuno —le había dicho a su madre antes de que ella muriese— él tiene que entender que soy mayor de edad.

—Mayor de edad pero aun viviendo bajo mi techo, Nara —respondió su madre con aquella voz calmada que había tenido aquellas últimas semanas.

—¡¿Tu techo?! —la rabia la había hecho explotar, ya no soportaba las reglas de su padre —Este es el techo de mi padre, él es quien maneja todo y tú ¡Tú no harías más que permitirle hacer todo lo que quiera con nosotras!

Aquella tarde había vuelto dos horas después del toque de queda, con su hermana siguiéndole los pasos en la rebeldía. Pero al entrar a la casa el horror las recibió. El cuerpo de su madre yacía inmóvil, colgando de una cuerda a la biga del techo.

Ella había escapado de aquello como de todo lo demás, ella se había ido cuando sus hijas la necesitaban para protegerlas; como siempre, ella las había dejado a los designios de su padre.

—¿Cómo puedes demorarte tanto en vestirte con la misma ropa que usas siempre? —preguntó Edith cuando la vio entrar— agradece que papá no está, porque si estuviera ya…

—¿Si estuviera? —la voz implacable de su padre entró por el umbral de la puerta acallándolo todo.

—Padre —Edith tiritaba de pies a cabeza cuando reverenció la llegada de su padre. Era parte de la ley rendir pleitesía al patriarca de cada casa y si no se cumplía la condena era nada más y nada menos que la muerte.

—Padre —Nara odiaba llamarlo así, pero en La Sociedad ella no era más que un títere bajo las órdenes de las grandes cabezas.

—Salgan ahora, el cortejo fúnebre comenzará en cinco minutos.

Odiaba la forma en que su padre hablaba, aquella manera de expresarse libre de todo sentimiento, la misma voz plana que había usado cuando descubrió la muerte de su madre, aquella con la que les había dicho:

—Ya era hora de que mi descendencia comenzara a ser decente.

Aquello la hizo pensar en la cierta posibilidad de que su padre tuviese una amante, una mujer cualquiera que Las Grandes cabezas le ayudaban a esconder, una que posiblemente tenía hijos, hijos varones como su padre siempre decía desear.

Salió a trote tras los pasos de su hermana, siguiéndola con la cabeza agacha para que no cruzar miradas con nadie. No quería abrazos ni palabras de consuelo carentes de reales sentimientos.

Tomó la mano de Edith, apretándola para llamarla a caminar a su paso, pero su hermana no hacía más que apresurar su avance sin percatarse de su agarre. Ella intentaba llegar al principio del cortejo fúnebre para estar junto al féretro de su madre, pero Nara no quería estar ahí, se odiaba a sí misma por la muerte de su madre; si no le hubiese gritado antes de escapar, si no hubiese escapado de casa aquella noche, si no hubiese llegado tan tarde, si no odiase a su padre, quizás ella estaría viva.

Pero Nara sí le había gritado a su madre aquella noche, sí había escapado a aquella reunión nocturna y queriendo enojar más a su padre, había llegado mucho después del toque de queda impuesto para ellas, encontrándose con su madre muerta, colgando de la viga del comedor.

Una lágrima solitaria amenazó con salir de sus ojos, pero  Nara no la dejó caer. No quería que nadie viera su dolor, no confiaba en ninguna de esas personas. Alguien que se dejaba manejar sin hacer preguntas no podía ser confiable, y en la sociedad de la luna de fuego, nadie hacía preguntas.

Dejó a Edith avanzar sola, mientras ella se entremezclaba con la gente para que su padre no la viese.

—Nara.

Miró a quien la llamaba asustada, no quería clemencia de nadie, no más palabras sin sentido de personas en las que no confiaba. Pero cuando se encontró con el rostro de Lía frente a sí no pudo más que sonreírle.

Lía era una de las pocas personas con que Nara cruzaba palabra dentro de la comunidad, ella era quien la había llevado a la reunión nocturna la noche en que su madre se suicidó. Pero a Lía no la odiaba, no podía; era ella quien había decidido ir, nadie la había obligado y era su culpa, y de nadie más, que su madre estuviese muerta.

—¿Cómo…? —Lía parecía dudar de sus palabras, mirándola a los ojos con expresión de cordero degollado.

—Estoy bien —respondió adivinando lo que la chica quería preguntarle— y estaré mejor cuando todo esto termine.

—¿Y tu padre? —al decir esto ella bajó la voz, al igual que todos quienes hablaban de las grandes cabezas del consejo.

—   Se podría decir que él está feliz, no deja de decir que ahora su descendencia será mejor. Te aseguro que mañana aparecerá con una zorra con “mis hermanitos”.

—   Él no se refiere a eso —había algo misterioso en la voz de Lía, y su expresión angustiada la hizo desconfiar.

 —¿Tú sabes quién es ella?

Lía miró hacia todos lados, como si buscase a alguien que la estuviera vigilando, pero aquello a Nara no le extrañaba, todos en La Sociedad de la Luna de Fuego rastreaban los pasos y escuchaban las conversaciones de los otros.

—No existe una ella, te lo puedo asegurar.

Nara no estaba tan segura como su amiga. Su padre jamás había demostrado amor por su madre, ni siquiera cuando con su hermana apenas caminaban. Él nunca paraba en casa, llegando cada noche exigiendo su comida, la cual ella y su hermana jamás presenciaban, él comía sólo en una pequeña habitación en la parte trasera de la casa, a la que se les tenía prohibido el ingreso.

Y su madre, por otro lado, nunca se había visto realmente feliz, y aunque Nara se culpaba por su muerte, sabía muy bien que el real culpable era su padre, ella sólo había explotado la verdad en la cara de su madre.

 La procesión avanzó hasta la parte alta del pequeño pueblo, subiendo por el camino de tierra que llevaba al cerro donde se enterraba a los muertos. Él sol estaba fuerte, haciendo que su frente sudara y su mente se sintiese aletargada. Había cometido un error por no tomar algún sombrero del guardarropa, pero si lo hubiese hecho de seguro su padre habría llegado antes de que llegase al primer piso.

Cuando al fin llegaron a la cima le cerro Nara ya no quería mantenerse en pie, su respiración era evidente por el cansancio de la caminata y sus pies ardían pidiendo que se sentase.

—Hoy despedimos a una de nuestras hermanas —dijo Enux, el patriarca de la casa central. El hombre era alto, moreno, con unos ojos almendrados color miel y el cabello largo hasta la cintura—. Ella nos ha abandonado sabiendo que lo hacía para mejor, que nuestra Sociedad avanzará con su muerte y su familia crecerá con su despedida.

Los ojos de Nara se abrieron como platos. ¡Ese hombre estaba loco!. Ella jamás había asistido a algún entierro –así como todos los menores a quienes no se les había muerto un familiar– así que no sabía si esas eran las palabras que normalmente se usaban en un funeral, pero para ella sonaba horrible, era como si dijeran que la muerte de su madre era provechosa para la Sociedad y como si ella lo hubiese hecho por el bien de su familia; algo irrisorio a oídos de Nara.

—¿Esto siempre es así? —le preguntó a Lía. La madre de ella también había muerto dos años atrás, ahogada en el río, y desde entonces Lía debía asistir por obligación a cada funeral.

—No, sólo cuando mueren las mujeres adultas y que son madres.

Nara miró a Lía buscando transmitirle su pregunta con los ojos, pero ella sólo se encogió de hombros haciéndola callar con el dedo índice en su boca.

—Lilith siempre fue una devota hermana de La Sociedad —continuaba diciendo Enux— y sé, como todos sabemos, que ella está esperando que su familia expanda sus horizontes y que la flor de la fertilidad se presente en su lecho.

Cada palabra que salía de los labios de Enux sonaba estúpida para Nara ¿cómo llegaría la fertilidad al lecho de un hogar donde ya no había mujer para concebir? ¿Estaría él hablando de la llegada de la amante de su padre?.

—Ella —Enux apuntaba el féretro de su madre de manera solemne— creía en La Sociedad y en nuestro propósito, honremos su muerte siguiendo sus pasos y enseñanzas. Aumentemos nuestro rebaño por ella.

Nara estaba segura de que comenzaría a gritar que aquello era una locura, que sus alaridos no podrían ser parados cuando comenzaran, pero cuando estaba a punto de hacerlo, los gritos provenientes de la parte trasera de la procesión la alertaron de que algo no andaba bien.

Todas las cabezas se voltearon buscando la razón de tales alaridos, encontrándose entonces con un grupo de mujeres chillando y apuntando hacia los bosques.

Nara miró hacia donde las mujeres apuntaban, había una extraña luz, como si en el bosque hubiese llamas.

—¡Incendio! —escuchó gritar.

En ese momento todo se volvió un caos, la mujeres seguían chillando mientras los hombres se abrían paso para ir hacia el incendio. Nara vio a Edith acercársele con los ojos abiertos de par en par, mirando hacia las llamas que poco a poco aumentaban.

Nara no quería ser como esas mujeres, no quería gritar inútilmente, ni esperar a que los hombres apagaran el incendio, como si ella no tuviese manos con que ayudar, como si no fuera fuerte.

—¡Nara! —gritó su hermana cuando la vio correr hacia el incendio.

—¡Quédate ahí! —le dijo sabiendo que ella no sería capaz de ayudar, su hermana era débil y no aguantaría el trabajo que requería apagar un incendio.

Corrió tras los hombres a paso sagaz, sintiendo como la adrenalina inundaba su cuerpo poco a poco, llevándola a apresurar sus piernas y agudizar su vista en busca de algo que ayudase a mejorar la situación y mitigar las llamas.

El bosque estaba a sólo pasos de ella cuando una mano tomó su hombro con fuerza, volteándola de manera violenta. Damon, su amigo de la infancia, la miraba con expresión penetrante. Sus ojos azules parecían adentrarse en su mente, mientras que Nara forcejaba tratando de escapar de su agarre.

Con Damon se conocían desde que nacieron, puesto que sus madres habían sido las mejores amigas desde niñas. Ambos, Nara y Damon, compartían muchas características, no sólo físicas. Los dos tenían los ojos azul cielo, con los cabellos rojizos y rizados, el cuerpo atlético y una estatura mucho mayor para el promedio de los habitantes de La Sociedad. Ambos amaban el peligro y concertar tertulias nocturnas a escondidas de La Sociedad, salvándose del castigo sólo por milagro —como dirían en La sociedad— de la Diosa.

—¡¿Qué piensas que estás haciendo?! — le gritó Damon tironeando su brazo con fuerza.

—¡Voy a ayudar a apagar el incendio!

—¡¿Estás loca?!

Una sonrisa apareció en sus labios con las palabras de Damon, una que hizo a su amigo responderle con otra.  Se conocían demasiado como para que Damon supiese que Nara no dejaría de ir a ayudar con el incendio por mucho que él le insistiese.

Sin mediar más palabras, ambos se echaron a correr al corazón del bosque, adentrándose en el filo de la llamas.

Cuando llegaron al bosque ya todos los hombres estaban organizados, algunos lanzaban agua con las pocas mangueras que existían en La sociedad, mientras otros acarreaban baldes desde el lago.

Nara tomó dos baldes que habían en la tierra, entregándole uno de ellos a Damon y tomando su mano para correr a la laguna.

Los gritos de mando entre los hombres hacían parecer del lugar un campo de batalla, y en cierto sentido era aquello, una lucha contra las llamas que amenazaban con destruir el bosque y acercarse a la casas.

Cuando tuvieron lo cubos llenos de agua apresuraron a sus piernas a correr de vuelta a la llamas, adentrándose en los pinos.

Nara tomó su balde con fuerza, tratando de levantarla para lazar el agua directo a las llamas, pero cuando estaba a punto de hacerlo el grito de Damon la frenó.

—¡Nara!

Miró a su amigo con su rostro reflejando intenso temor. Los ojos de Damon no estaban en ella, sino más bien a lo alto de su cabeza. Nara dirigió su vista en esa dirección, y en ese momento todo fue como en cámara lenta.

Había un pino quemándose en lo alto, y una de sus ramas tenía llamas por doquier, amenazando con soltarse, y así fue.

Nara gritó de temor, viendo el troco venirse sobre ella sin freno alguno. Sus ojos se cerraron a la espera de lo que sería una muerte segura, escuchando el crepitar de las llamas del tronco que caía.

No quería morir, quizás La Sociedad fuera el infierno en la tierra, pero aun en lo profundo de su alma albergaba la esperanza de que lograría escapar de ese lugar y que su vida daría un giro en ciento ochenta grados hacia la libertad. Libertad que en aquello segundo se veía lejana e imposible.

Sintió su cuerpo caer de golpe, mientras algo la aprisionaba al suelo. Quería abrir los ojos, pero encontrarse con sus carnes comenzando a quemarse no era lo último que esperaba ver antes de morir.

Entonces una suave brisa rozar su rostro, al tiempo que un susurro hacía eco en su oído:

—No deberías jugar con fuego preciosa.

Sus ojos se abrieron de golpe, encontrando con otros frente a frente. La intensidad de jade de aquella mirada la atrajo al instante, olvidándose de que el bosque seguía quemándose, que sólo a metros de ella aun estaba la rama que casi la había matado y que los gritos de Damon resonaban en el bosque.

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